Es domingo de resurrección y mis
palabras portan malentendidos. Llevan pegado un tono frustrado, reprobatorio. Necesito
desvincular la lengua de mis nervios. Un poco de silencio. Algo que sintonice un
tono neutro, para sobrellevar el día y estar a su altura.
Voy a pelar espárragos.
Aún tienen tierra pegada. Qué
belleza lavarlos uno a uno. El sedimento marrón que queda en la pileta me
produce un placer muy grande.
Espárragos con mayonesa: de niña,
mi plato favorito. Casi no se comían en casa, pero si salíamos a restaurante,
no era raro encontrarlos en el menú. “Aita, Ama ¡vamos a la Barranquesa!”,
aventurábamos Kastortxu y yo algún domingo que en el ambiente se respiraba algo
como de relajo, de ligereza, de alegre solemnidad, de aire de buenas noticias. Mi
madre se entusiasmaba y mi padre le recordaba que había que cuidar el dinero. “Y
yo de pequeño sólo fui una vez con la Amatxo a un restaurante, compartimos
medio pollo y fue nuestro secreto”- nos decía.
Nosotros fuimos muchas veces. La
Barranquesa… para mí espárragos con mayonesa de primero, albóndigas con tomate
y con patatas fritas de segundo. Exótico ya lo de entrada y plato principal,
para nuestra familia de plato único. La experiencia del lujo comienza así: con
colores pastel en las paredes de un bajo bien iluminado, con la pulcritud de un
mantel limpio, con la experiencia de ser pequeña y que te sirvan espárragos en
platillo alargado y mayonesa en salsera (“sírvete lo que quieras, pero con la
cuchara limpia para no estropear lo que sobre”), y que las albóndigas rebosen
salsa en un plato hondo de barro, ideal para untar las patatas fritas. Y después
pan. Pan fresquito para limpiar el plato de mayonesa y de salsa de tomate. “No
te ha gustado la comida ¿eh?”- con sonrisa complacida la camarera. “Te has
ganado el postre”. Me veo a mí misma con la expresión que veo en Enzo cuando
dice “¡Delizioso Papa!”, con ese toque enfático, dulce y a la vez rotundo del
italiano.
Pero... no podía ser en domingo. Un
restaurante de menú de diario, seguramente cerraba. Y sin embargo, pienso en domingo.
¿Quién me contó por primera vez de
la cosecha de los espárragos blancos? ¿Lo leí? Que se hace en oscuridad, antes
de que salga el sol, que hay que protegerlos de la luz con bolsas negras. Pensé
que sería una tradición del campo. Una sacralización del espárrago, una
superstición para la cosecha. Algo así como la manía de cumplir a rajatabla con
la receta del bizcocho de la abuela: “revuelve 7 veces: ni una más, ni una
menos”, o no queda tan rico. Pero nadie madrugaría tanto por una superstición
vacía, ni pasaría frío, ni trabajaría con las manos entumecidas si no mereciera
la pena.
Hay que ser delicado para cambiar
de color al mínimo roce del sol. Cuidado con el parto de espárragos. Delicada
delicia, acostumbrada a la oscuridad. El contacto repentino con el sol moretea
las puntas. Y el espárrago morado se paga menos. Y eso que venden espárragos
“de punta morada” en lata. La próxima vez miraré si son más baratos. ¿Serán
menos ricos?
¿A qué hora habrán cosechado
estos espárragos? ¿Se sentirá algo de libertad clandestina al salir a cosechar
de oscuro en estos tiempos de confinamiento?
Estos espárragos están
perfectamente pálidos. Uno, dos, diez, veinticinco… 34 espárragos. Son
unitarios, como de fruta que sale del fondo de la tierra. No se trocean como
las zanahorias o las patatas. Cada uno cuenta. Nos tocan a 5 cada uno y sobran
4. Pondremos 6 a adultos, 5 a Enzo y Mari.
“Ama ¿cómo se cortan?” “Corta y
desecha un par de centímetros de tallo, y pélalos empezando por la punta”. “¿Cuánto?”
“Según”. Hace dos años que los preparo, pero me gusta corroborar las
instrucciones y confirmar su imprecisión. Como si eso afinara la propia
intuición, y ese “según” fuera un “confío en que te darás cuenta”. Algo se
siente en el tacto del cuchillo. Hay algún nervio ancestral que detecta dónde
va el corte aproximado. Y la finura de la piel. Estos quedarán blandos. Es muy
poco lo que hay que quitarles. Creo. Eso me dicen mi mano y el cuchillo.
“Selman kuto konen saa ki nan ké
djam”. Sólo el cuchillo conoce lo que hay en el corazón del djam, según el
dicho haitiano. ¿Dónde tiene el corazón el espárrago? Quizás en la punta. La
parte más blanda. La que pugna por salir de la tierra. La más
audaz. La más sabrosa.
Ahora mis favoritos son los
espárragos tibios, recién cocidos. Cuando se comen así, no les echo mayonesa.
Desde que sé que los espárragos no sólo se compran en lata. Desde que a abril,
mi mes, se le ha sumado un nuevo placer de primavera. Desde que nos enamoramos
de Cervera y Cervera nos nutre de espárragos, de pimientos, de almendras, de
aceitunas, de amigos, de familia. Llevamos muchos días encerrados, mi tono está
alterado, pero la casa se ha ganado ser llamada Refugio. Y tenemos espárragos.
Volvería a probar la salsa para
espárragos de María José, esa vinagreta de verduras que nos servía en Gartzain.
La recuerdo deliciosa, pero serán ya 25 años sin probarla. ¡Joder! No le he
escrito para darle el pésame por la muerte de su madre. ¿Habrán podido hacer
entierro? ¿Se habrá podido juntar al menos la familia? ¿Cómo habrán despedido a
Josefa? Recuerdo la primera visita a Gartzain. Inma y Honesto aún no se
casaban. Endika era pequeño. Oier… ¿Sería como Mari ahora? Estuvimos en el
matrimonio de Inma, en la comunión de Endika, en casa de Marisol, en otras
celebraciones… Sé que Gregorio murió, ahora Josefa, Endika es adulto, Oiertxo
ya no se dirá en diminutivo… sé que la canción favorita de Maria José es “Aleluya
de Leonard Cohen”, y yo recuerdo esa salsa (secreta) especial para espárragos. Lo
siento como ayer, pero ya son 25 años.
“Para la cocción, agua con
abundante sal, un poco de azúcar. Cuando el agua borbotea, bajas el fuego para
que deje de bullir, echas los espárragos, vuelves a subir el fuego. Tardarán
unos 20 minutos”. Ya van unos cuantos minutos más... Espero no haberme pasado con
el azúcar. Así puedo usar el agua para preparar arroz mañana. Y así quedan ricos para comerlos hoy, vigésimo octavo día de confinamiento. Aberri
Eguna. Domingo de Resurrección. Día de la bendición de los espárragos.
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