A mis amigos y amigas de América Solidaria
Ana Frank lloraba cada vez que una nueva “remesa” de personas llegaba en
tren a Auswitz. Eso la hacía muy especial. Era normal que quienes sobrevivían
en el campo de concentración lloraran con la llegada del siguiente tren al
suyo. O con la llegada de unos cuantos más. Ana no dejó de llorar nunca. Y sí,
eso la hacía excepcional: ante la repetición constante de la tragedia, a la mayor parte de los presos se les habían
secado las lágrimas.
Eso me contó mi madre cuando
siendo pequeña me vio leyendo el famoso Diario. Me pregunté cómo sería yo. La
mayor parte de las veces fantaseaba con que, al igual que las de Ana, mi
empatía y sensibilidad no tendrían límites ¡Ay esa Libe adolescente tan
insegura de su cuerpo y tan confiada de la pureza y energía de su mente y corazón!
No sé si el relato de mi madre sobre
Ana Frank es real ni cuántos trenes pudo ver llegar antes de que su propia vida
se extinguiera. Pero hoy sé que mi “llanto” tiene un límite ya que, a mis 37
años, son varias las veces que me ha asaltado la indolencia. La última vez fue
hace unas semanas cuando el huracán Matthew asoló el sureste de Haití. Mi
reacción emocional no fue la de otras veces. Y me asusté.
Hay distintos tipos de indolencia
e indolentes. Yo quiero hablar de las personas que no tendemos a la
indiferencia y “padecemos” los momentos
de indolencia con sufrimiento y sensación de extrañeza ante nosotros mismos.
Según la RAE la indolencia es la
“cualidad del indolente”, quien a su vez es aquel 1. que no se afecta o conmueve;
2.flojo, perezoso; 3.insensible, que no siente el dolor.
La indolencia por tanto implica la ausencia de dolor (la palabra apunta en
general a dolores emocionales) ante algo que debiera provocárnoslo, o la falta de
acción ante algo que debiera movilizarnos.
La indolencia supone una relación incoherente entre cognición, emoción y
acción; un divorcio entre mente y cuerpo; entre cabeza y corazón.
¿Por qué yo? Me he dado cuenta
que desde que tengo hijos pequeños, casi todas mis energías se van en ellos.
Acabo el día agotada y mi tiempo personal es casi inexistente. Al mismo tiempo
tener hijos me ha sensibilizado mucho respecto al sufrimiento de niños y niñas,
al punto de que personalizo en ellos y hay temas e historias que se me hacen
insoportables. Pero en vez de movilizarme más, la focalización en mis hijos ha
paralizado otras actividades y militancias. Puede que haya algo de mecanismo de
autodefensa, pero creo sobre todo que en este contexto la indolencia actúa como
estrategia de ahorro de energía. No hay mejor causa que los propios hijos. Y no
es mala excusa ante una y ante los demás.
Junto con las complicaciones y
preocupaciones propias, hay otros factores muy potentes que conspiran contra
nuestra capacidad de empatizar, como el
cansancio ante un dolor que se prolonga y/o repite, y la sensación de que no
hay mucho margen de maniobra. Decía por experiencia propia mi amigo Sohafi que
“el problema de las enfermedades crónicas
no es que se acostumbre uno, es que se acostumbran los demás”. Y es que ¿durante
cuánto tiempo podemos ser testigos del sufrimiento sin saturarnos?
A mí en algún momento Haití se me
convirtió en un enfermo crónico, y la noticia del ciclón me llegó junto con la
sensación de que la historia se repetiría una y mil veces y que poco o nada
cabía hacer al respecto: terremoto - destrucción/cólera - reconstrucción/saneamiento
– ciclón - destrucción/cólera… pobreza. Porque
hay algo peor que los desastres naturales: la injusticia. Los desastres
“naturales” no afectan de la misma manera a las distintas poblaciones. La
destrucción en Haití está directamente vinculada a la pobreza. Y Haití es un
país lleno de vulnerabilidades y vulneraciones. La injusticia es tan
estructural y está y tan arraigada que la luchar contra ella se presenta como una
tarea titánica. Por ejemplo, si nos
ponemos a desglosar los factores relacionados con la devastación de los
ciclones nos encontramos con un entramado de factores que es necesario pero
también difícil desenmarañar: deforestación – superpoblación - energía a base
de carbón – competencia agrícola - falta de infraestructura - vivienda precaria
- y suma y sigue.
¿Es en este caso la indolencia un mecanismo de defensa? Creo que más bien se relaciona con lo que en psicología
llaman “indefensión aprendida”: la percepción
de ausencia de control sobre el resultado de una situación ¿Para qué
esforzarnos si no va a haber resultados? Desaparecen así las ganas por cambiar
las cosas a partir de una percepción que en la mayoría de los casos es falsa y
que en el mejor de los casos nos arrastra hacia una cómoda incredulidad o
cinismo.
¿Qué hacer? La voz de mi madre llega
al rescate: haz “como si”. “Hacer como si” consiste en actuar como lo haríamos cuando
estamos bien emocionalmente. Como ilustra la película “inside-out”, esta no es
estrategia para cuando no sabemos qué nos pasa: es una decisión voluntaria y
consciente de hacer uso de la fuerza de voluntad para, por una parte, hacer lo
correcto y, por otra, intentar activar el círculo virtuoso de acción positiva - pensamiento positivo - sentimiento
positivo. Cuando el pensamiento, los sentimientos y las acciones van de la
mano, somos imparables, pero no siempre están alineados. A veces el instinto nos
dice que hay algo que no cruje bien en los conceptos; otras es el sentimiento
el que nos empuja a hacer lo correcto más allá de lo que nos conviene. El “hacer
como si” parte por las acciones: hacer ciertas cosas aunque no tengamos ganas,
aunque no nos lo pida el cuerpo pero sí lo dicte la razón. En el caso de Haití,
decidí sentarme a leer las noticias que había eludido, me informé sobre mis
amigos y escribí a aquellos de los que no tuve noticia, me puse a mirar
campañas de ayudas de ONGs y evaluar a cuáles hacer donaciones.
Además de actuar haciendo “lo
correcto”, el “hacer como si” tiene otro elemento fundamental: actuar como lo
harías en “un buen día”, es decir, tomar contacto con lo hermoso, con lo bello,
lo que nos gusta aunque en ese momento no parezca tener resonancia alguna. Sacar los discos de Haití y escucharlos en
familia; revisar fotos; mirar de cerca los cuadros y esculturas haitianas que
tengo en casa recordando cuándo, dónde, con quién, por qué los compré y leer
las firmas: Louis Erick, Romen, Johnson Augustin, Eddy, Chery, Africa, Exulien.
Si estamos totalmente decididos a
no quedarnos en la indolencia, hay un tercer elemento que es clave: buscar
compañías virtuosas. Decía Aldous Huxley que las cosas que nos suceden suelen
ser parecidas a nosotros mismos. Lo mismo pasa con los amigos. Y, aunque a
veces no hay nada más reconfortante que estar con quienes sienten y piensan
igual o están pasando por lo mismo que nosotros, es importante también buscar
las voces que nos saquen de nuestra zona de confort, de nuestra inercia, y nos
de ese empujón que nos falta su apuesta por que “merece la pena”. Desde la
distancia, gracias a las redes sociales, ese rol lo han cumplido mis incasables
amigos de América Solidaria.
He de ser humilde y aceptar que
no soy como Ana Frank. Me queda intentar
ser fiel a la mejor versión de mí misma.