lunes, 14 de noviembre de 2016

Contra la indolencia

A mis amigos y amigas de América Solidaria

Ana Frank lloraba cada vez que una nueva “remesa” de personas llegaba en tren a Auswitz. Eso la hacía muy especial. Era normal que quienes sobrevivían en el campo de concentración lloraran con la llegada del siguiente tren al suyo. O con la llegada de unos cuantos más. Ana no dejó de llorar nunca. Y sí, eso la hacía excepcional: ante la repetición constante de la tragedia,  a la mayor parte de los presos se les habían secado las lágrimas.

Eso me contó mi madre cuando siendo pequeña me vio leyendo el famoso Diario. Me pregunté cómo sería yo. La mayor parte de las veces fantaseaba con que, al igual que las de Ana, mi empatía y sensibilidad no tendrían límites ¡Ay esa Libe adolescente tan insegura de su cuerpo y tan confiada de la pureza y energía de su mente y corazón!

No sé si el relato de mi madre sobre Ana Frank es real ni cuántos trenes pudo ver llegar antes de que su propia vida se extinguiera. Pero hoy sé que mi “llanto” tiene un límite ya que, a mis 37 años, son varias las veces que me ha asaltado la indolencia. La última vez fue hace unas semanas cuando el huracán Matthew asoló el sureste de Haití. Mi reacción emocional no fue la de otras veces. Y me asusté.

Hay distintos tipos de indolencia e indolentes. Yo quiero hablar de las personas que no tendemos a la indiferencia y “padecemos”  los momentos de indolencia con sufrimiento y sensación de extrañeza ante nosotros mismos. 

Según la RAE la indolencia es la “cualidad del indolente”, quien a su vez es aquel 1. que no se afecta o conmueve; 2.flojo, perezoso; 3.insensible, que no siente el dolor. La indolencia por tanto implica la ausencia de dolor (la palabra apunta en general a dolores emocionales) ante algo que debiera provocárnoslo, o la falta de acción ante algo que debiera movilizarnos.  La indolencia supone una relación incoherente entre cognición, emoción y acción; un divorcio entre mente y cuerpo; entre cabeza y corazón.

¿Por qué yo? Me he dado cuenta que desde que tengo hijos pequeños, casi todas mis energías se van en ellos. Acabo el día agotada y mi tiempo personal es casi inexistente. Al mismo tiempo tener hijos me ha sensibilizado mucho respecto al sufrimiento de niños y niñas, al punto de que personalizo en ellos y hay temas e historias que se me hacen insoportables. Pero en vez de movilizarme más, la focalización en mis hijos ha paralizado otras actividades y militancias. Puede que haya algo de mecanismo de autodefensa, pero creo sobre todo que en este contexto la indolencia actúa como estrategia de ahorro de energía. No hay mejor causa que los propios hijos. Y no es mala excusa ante una y ante los demás.

Junto con las complicaciones y preocupaciones propias, hay otros factores muy potentes que conspiran contra nuestra capacidad de empatizar, como  el cansancio ante un dolor que se prolonga y/o repite, y la sensación de que no hay mucho margen de maniobra. Decía por experiencia propia mi amigo Sohafi que “el problema de las enfermedades crónicas no es que se acostumbre uno, es que se acostumbran los demás”. Y es que ¿durante cuánto tiempo podemos ser testigos del sufrimiento sin saturarnos?

A mí en algún momento Haití se me convirtió en un enfermo crónico, y la noticia del ciclón me llegó junto con la sensación de que la historia se repetiría una y mil veces y que poco o nada cabía hacer al respecto: terremoto - destrucción/cólera - reconstrucción/saneamiento – ciclón - destrucción/cólera… pobreza.  Porque hay algo peor que los desastres naturales: la injusticia. Los desastres “naturales” no afectan de la misma manera a las distintas poblaciones. La destrucción en Haití está directamente vinculada a la pobreza. Y Haití es un país lleno de vulnerabilidades y vulneraciones. La injusticia es tan estructural y está y tan arraigada que la luchar contra ella se presenta como una tarea titánica.  Por ejemplo, si nos ponemos a desglosar los factores relacionados con la devastación de los ciclones nos encontramos con un entramado de factores que es necesario pero también difícil desenmarañar: deforestación – superpoblación - energía a base de carbón – competencia agrícola - falta de infraestructura - vivienda precaria - y suma y sigue.

¿Es en este caso la indolencia un mecanismo de defensa? Creo que más bien se relaciona con lo que en psicología llaman “indefensión aprendida”: la percepción  de ausencia de control sobre el resultado de una situación ¿Para qué esforzarnos si no va a haber resultados? Desaparecen así las ganas por cambiar las cosas a partir de una percepción que en la mayoría de los casos es falsa y que en el mejor de los casos nos arrastra hacia una cómoda incredulidad o cinismo.

¿Qué hacer? La voz de mi madre llega al rescate: haz “como si”. “Hacer como si”  consiste en actuar como lo haríamos cuando estamos bien emocionalmente. Como ilustra la película “inside-out”, esta no es estrategia para cuando no sabemos qué nos pasa: es una decisión voluntaria y consciente de hacer uso de la fuerza de voluntad para, por una parte, hacer lo correcto y, por otra, intentar activar el círculo virtuoso de  acción positiva - pensamiento positivo - sentimiento positivo. Cuando el pensamiento, los sentimientos y las acciones van de la mano, somos imparables, pero no siempre están alineados. A veces el instinto nos dice que hay algo que no cruje bien en los conceptos; otras es el sentimiento el que nos empuja a hacer lo correcto más allá de lo que nos conviene. El “hacer como si” parte por las acciones: hacer ciertas cosas aunque no tengamos ganas, aunque no nos lo pida el cuerpo pero sí lo dicte la razón. En el caso de Haití, decidí sentarme a leer las noticias que había eludido, me informé sobre mis amigos y escribí a aquellos de los que no tuve noticia, me puse a mirar campañas de ayudas de ONGs y evaluar a cuáles hacer donaciones.

Además de actuar haciendo “lo correcto”, el “hacer como si” tiene otro elemento fundamental: actuar como lo harías en “un buen día”, es decir, tomar contacto con lo hermoso, con lo bello, lo que nos gusta aunque en ese momento no parezca tener resonancia alguna.  Sacar los discos de Haití y escucharlos en familia; revisar fotos; mirar de cerca los cuadros y esculturas haitianas que tengo en casa recordando cuándo, dónde, con quién, por qué los compré y leer las firmas: Louis Erick, Romen, Johnson Augustin, Eddy, Chery, Africa, Exulien.

Si estamos totalmente decididos a no quedarnos en la indolencia, hay un tercer elemento que es clave: buscar compañías virtuosas. Decía Aldous Huxley que las cosas que nos suceden suelen ser parecidas a nosotros mismos. Lo mismo pasa con los amigos. Y, aunque a veces no hay nada más reconfortante que estar con quienes sienten y piensan igual o están pasando por lo mismo que nosotros, es importante también buscar las voces que nos saquen de nuestra zona de confort, de nuestra inercia, y nos de ese empujón que nos falta su apuesta por que “merece la pena”. Desde la distancia, gracias a las redes sociales, ese rol lo han cumplido mis incasables amigos de América Solidaria.

He de ser humilde y aceptar que no soy como Ana Frank.  Me queda intentar ser fiel a la mejor versión de mí misma. 

miércoles, 19 de octubre de 2016

Astral: historia de un barco-metáfora



He visto Astral, el documental del programa “Salvados” de la Sexta TV.  Quienes aún no lo hayan visto pueden hacerlo aquí.

¡Qué historia! No hay nada como una buena historia para hacernos sentipesar. Las historias nos permiten llegar a nosotros mismos a través de lo que ocurre a otros, nos entregan la posibilidad de distanciarnos para paradójicamente acercarnos a eso tan personal o tan crudamente real, que requiere de algún tipo de mediación para que podamos verlo. Astral duele, indigna, avergüenza pero también inspira. Aquí escribo algunas de las cosas que a mí me cuenta.

Una historia sobre el alma de un barco


Dicen que todos los barcos tienen alma ¿cómo es el alma del Astral? Astral es un barco hermoso. Hay solo tres como él en el mundo, nacidos para entregar belleza, confort, lujo.  Dar cobijo al privilegio es su razón de ser y resplandece orgulloso en ese rol. Hasta que un día ya no es posible: Astral se cruza con una neumática cargada de refugiados y llega la vergüenza. Sus mesas de mármol, su grifería dorada, sus amplios y mullidos camarotes brillan en inútil hermosura ocupando un espacio que no puede ofrecer para salvar vidas del naufragio. ¿Cómo puede un barco de ricos ayudar a quienes lo han perdido todo?

Es doloroso deshacerse de los muebles pensados y colocados con tanta precisión, con tanto mimo. Pero un barco no son sus mesas, ni sus grifos, ni sus mullidos cojines. Todo lo superfluo en el Astral desaparece: se derriban obstáculos y se abren espacios, se aligera estructura para ampliar cabida y llevar a puerto seguro a quienes lo necesiten.

No es suficiente. Cuando parece que está listo y a punto de partir, tras la revisión de su interior además de su carcasa, Astral hace aguas. Aún queda dar un paso más: la cubierta de teka, la última pátina de lujo, debe cubrirse. Así sea: Astral se lanza a la mar. Con el alma en un puño, porque lo que le espera es duro, pero dispuesta a expandirse a ayudar mucho más allá de lo que dé de sí su cubierta. No sé si Astral puede considerarse un barco grade. Pero su alma de barco es gigante.

Los dinguis en cambio, tienen un alma depredadora y carroñera. Son embarcaciones-vampiro. Se nutren del dolor y de la energía humana, después la vomitan. También hay barcos prisiones. Hay barcos que dan vida, hay barcos que la trafican y hay barcos que la aplastan. ¿Qué hace que un barco sea un barco? ¿Qué hace del homo sapiens una persona?

Una historia sobre la degradación de Europa


El Mediterráneo ha tomado el relevo del Atlántico. El cementerio trasatlántico alimentado por el comercio de esclavos se ha trasladado al “Mare Nostrum” en plena época post Derechos Humanos y post Unión Europea.

Al contarnos la historia de un grupo de personas empeñadas en salvar vidas con un barco puesto a punto con mucho esfuerzo, Astral deja en evidencia lo que no está: una acción política institucional y sistemática orientada a evitar que el Mediterráneo se vuelva un cementerio. Un conjunto de ONGs y los guardacostas italianos logran salvar a miles de personas en un día. ¿Qué no lograría una acción conjunta con los recursos de un continente? La conclusión es clara: la Unión Europea prefiere dejar que esas personas mueran en el mar.

Una historia sobre la agencia humana


Es llamativo lo sobrio del leguaje en “Astral”. Los hombres que hablan (¿por qué no hay mujeres en la tripulación del Astral?) lo hacen de forma muy precisa. No hay grandes declaraciones ni divagaciones eternas: la mayor parte de lo que se dice está orientado a identificar problemas y resolver situaciones concretas.

Eso no significa que aborden asuntos sencillos o que eludan los elementos más espinosos que se derivan de la actuación de Astral ¿le están haciendo el juego a las mafias libias de tráfico de personas?  ¿qué va a ser de las personas que han rescatado del mar una vez abandonen la cubierta del Astral? La reacción es clara: las dudas que levantan esas preguntas no pueden llevar a dejar morir a quienes intentan cruzar el Mediterráneo en barcazas. Busquemos respuestas, intentemos resolver los problemas, pero no es posible que la gente muera porque no hacemos nada. Cada una de las personas que se hacina en dinguis con su trayectoria imposible, con su singularidad, merece que nos volquemos. Astral aporta solo una parte, lo mínimo de lo mínimo: preservar su derecho a la vida.

Sin embargo Astral nos sugiere que siempre es posible hacer algo. Es una historia de personas que decidieron no quedarse de brazos cruzados mientras saben que el Mediterráneo suma cada día  miles de muertes. No es una historia de héroes, es una historia de activistas.  Activémonos, actuemos, es lo que nos dice.

Uno de los grandes logros del documental de Salvados es, que junto con denunciar, anima a la acción. Apunta caminos de largo aliento y mucha pero que mucha lucha ciudadana y en las instituciones; pero también hace más que  dejarnos clavados en el sofá con la sensación que no hay nada que hacer. Y por eso me siento profundamente agradecida: Salvados, Proactiva Open Arms, Jordi, Livio, Óscar, Rafa, Marco, Fernado, Iñaki y toda la tripulación: gracias por subirnos a vuestro barco.