domingo, 20 de julio de 2014

Acerca de la desgracia. Mi experiencia tras el terremoto de 2010 en Haití.

A las víctimas del accidente del Alvia y al pueblo de Haití

Esta semana se cumple un año del accidente del Alvia que cubría la ruta Madrid-Ferrol en el que murieron 79 personas y 140 quedaron heridas. Las víctimas reclaman verdad, justicia y reparación.  Piden que se forme una comisión de investigación independiente, porque sienten que ha faltado transparencia. Jesús Domínguez, portavoz de  Plataforma Víctimas Alvia 04155, señala que "es el accidente más grave de toda la democracia, con 80 muertos y más de 120 heridos y aquí no ha dimitido nadie". Aquí su  entrevista completa.

A continuación comparto un texto a partir de algunos sentimientos y reflexiones que me gatilló, hace un año, la noticia del terrible accidente.

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Finales del año 2009, Puerto Príncipe, Haití. Hablábamos de la situación de los niños y niñas haitianos en un contexto tan duro, y dije algo así como que “Haití es un país muy ambivalente, lleno de durezas pero también de cosas muy positivas, y mi mirada suele tender a centrarse en las segundas”. “Entonces haces trampa”, me contestó mi interlocutora.

Nunca se me ha olvidado esa frase. Hoy me da vueltas entrelazada a otras ideas que con desorden han comenzado a detonar en mi cabeza a propósito del accidente ferroviario de Santiago de Compostela. Y es que, aunque generalmente despliego mis defensas, esta vez algo me ha traicionado y no he logrado frenar los recuerdos “menos gratos” de otro acontecimiento que me tocó vivir en Haití: el terremoto que tuvo lugar el 10 de enero de 2010.

Estas líneas son un intento de poner orden, sacar algo en claro de los sentimientos e ideas que se me agolpan. No soy filósofa, ni psicóloga, ni teóloga y sin embargo me vienen palabras de esos dominios. Mis disculpas anticipadas a las debidas definiciones. Más allá de ellas, a ver si logro decir algo que merezca la pena. Con su permiso… con respeto: no pretendo decir a nadie cómo vivir su dolor.

La desgracia. El mismo 10 de enero de 2010, creo (a veces una reinventa lo que vivió, añade y elimina y es difícil estar segura de algunas cosas), llegaron a mi mente “Los Heraldos Negros” de Vallejo: “Hay golpes en la vida, tan fuertes… yo no sé”. Estoy segura que a partir de ese día entendí, viví, sentí el poema de una forma distinta.

Cuando empezamos a dimensionar un poco lo que estaba pasando, esos heraldos negros parecían ser la sentencia del coro griego que clama ante la tragedia desatada en toda su crudeza, poniendo palabras a tanto ensañamiento:

Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé.
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma... Yo no sé.

Son pocos; pero son...
Abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.
Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre... Pobre... ¡pobre!
Vuelve los ojos, como cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como un charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!

No creo que en la vida todo pasa por algo, que de todo puede sacarse algo bueno y por alguna lección nos viene: NO. Hay cosas que nos sobrevienen sin atraerlas, sin buscarlas, sin merecerlas; nos sobrevienen o sobrevienen a otros. La desgracia, como todo en la vida, no se reparte equitativamente.

Aquel día me encontraba en clase en el Instituto Francés de Puerto Príncipe, muy cercano al Campo de Marte, cuando a las 16.50 hora local comenzó el terremoto. Era martes, normalmente no teníamos clase pero Marianne, nuestra profesora, había cambiado la fecha para poder contar con un repaso general antes del examen que iba a tener lugar al día siguiente. Hay muchas cosas que mi mente (tramposa) ha borrado. No recuerdo ningún ruido, pero sé que fue estruendoso porque en un comienzo pensé que lo que estábamos viviendo era un bombardeo.

Todo vibraba y el polvo envolvía el aire. No recuerdo pérdida de equilibrio, pero sí ver a mi profesora zarandearse mientras corría fuera de clase hacia el pasillo. Yo me quedé bajo un dintel pegada contra la pared para no impedir el paso de la gente que quería salir. Recuerdo haber rezado y haberme repetido: “hoy no me voy a morir, hoy no me voy a morir”. Vi pasar a mucha gente, especialmente una pareja de estudiantes ayudando a un tercero con muleta a bajar las escaleras. Mi mente tramposa.

El edificio en el que estaba se sostuvo. No sufrí el más mínimo rasguño. Marianne buscó a los estudiantes de nuestra clase y nos guió hacia la parte trasera del edificio, un aparcamiento amplio al aire libre, zona segura. En caso de colapsar, el edificio del Instituto no se nos vendría encima. Las murallas de demarcación externa ya estaban todas en el suelo. Estábamos Marianne, nuestra profesora, de nacionalidad francesa; Anne (creo que así se llamaba…), estadounidense; Félix, de República Dominicana; Víctor, chileno; y yo, de doble nacionalidad española y chilena. Víctor, hermano franciscano, decidió ir a pie a su comunidad, no muy lejos de donde estábamos. El resto nos quedamos en ese lugar. Las calles estaban erizadas de escombros y no sabíamos qué podíamos encontrar de camino a nuestras respectivas casas, bastante lejos de donde nos encontrábamos.

La línea de la compañía Voilá funcionaba, no así la de Digicel. Yo tenía celular Digicel, Gilles, mi pareja, Voilá. Marianne y su marido estaban a la inversa. Gracias a Marianne pude hablar con Gilles: estaba vivo, estaba bien. Logré hablar también con Ángela, responsable en terreno del proyecto de los Centros de la Pequeña Infancia de Aquin y supe por ella que todos los voluntarios de América Solidaria estaban a salvo. No sabíamos nada de Joho, ni de Leslie, ni de muchos amigos… Pero con noticias de Gilles y los voluntarios había recuperado ya media vida. Marianne no sabía nada de su marido y sus tres hijos. “Marianne- intentaba animarla- aquí se ha caído casi todo, pero nuestra zona es mejor que esta, con mejores construcciones. Ya verás que tu familia estará bien”. Recuerdo haber pensado “las casas rotas de alrededor nos muestran lo que le ha pasado al país… pero nosotros, los privilegiados, siempre sufrimos menos… Nuestras casas no se caen”.

Alguien tenía una radio a pila y funcionaba. Empezaron a llegar las noticias. El orden exacto no lo sé, pero fue algo así: primero supimos que se había caído la casa de Gobierno (muy cerca de donde estábamos). Después la Catedral, también en el centro de la ciudad. A continuación supimos del Caribbean Marquet, el supermercado más grande de la ciudad donde iban a comprar las personas pudientes y que se salía del radio del centro de la ciudad… La tragedia se acercaba cada vez más a “la gente como nosotros”: el Hotel Christopher, sede de las Naciones Unidas, había colapsado. Con la siguiente noticia, la tragedia golpeaba a nuestras puertas: El Hotel Montana, uno de los lugares más exclusivos y considerados más seguros en la ciudad, se había venido abajo. No dejaba de ser simbólico: el poder político, el poder religioso, el internacional, los poderes fácticos… Todos por los suelos.

Mi casa, al lado del Montana, habría caído también, deduje. ¿Qué sería de mis vecinos? ¿De mi amiga Pilar? ¿Y de Bicha, mi perra? Empecé a sufrir horrores por la incertidumbre de qué sería de mi Bichita adorada, y no siempre logré mantenerlo en silencio. No podía evitarlo, aun sabiendo que había gente que había perdido a sus hijos. Seguro que hay jerarquía de dolores… pero el nuestro es el nuestro. Y cuando duele ¡duele! En todo caso, ya no estaba en condiciones de argumentar nada para tranquilizar a Marianne: su casa estaba también muy cercana a la zona del Montana y, como la mía, al borde de una ladera.

En realidad, luego lo supe, la desgracia se repartió en un primer momento en todos los estratos sociales de Puerto Príncipe. Hubo igualdad en la muerte.

Era temporada de “invierno” en Haití y a las 17.30 ya había anochecido. Nos sentamos a esperar noticias y pasar la noche. Con motivo de la última clase de francés Félix había llevado un postre que repartió entre todos. No recuerdo exactamente qué era, creo que algo a base de un cereal con una crema dulce, caliente, que nos sirvió en vasos. Félix había preparado también las cucharas. Un toque de bienestar y calidez en medio de la incertidumbre. Poco después a Félix lo hicieron bajarse del coche que nos llevaría a la Embajada de Francia. Él era dominicano. Se dieron cuenta porque era más moreno que el resto. A partir de ahí empieza el terreno del recuerdo a ponerse más pantanoso. No es que no recuerde: es que el no defender a Félix lo suficiente marcó un antes y un después en algunos resortes de la conciencia que aún se me resienten un poco.

No quiero ser ingrata. En la Embajada de Francia me trataron muy bien y gracias a ellos tuve acceso a agua y comida. También a seguridad. Pero me sentí rabiosa por lo de Félix, y aislada. Recuerdo mi rabia con Anne, que se mostraba abiertamente aliviada en los jardines de la Embajada (el acceso al edificio había sido cerrado por miedo a que sucumbiera) escribe que te escribe en su Black Berry con una sonrisa en la cara, para no olvidar detalle de lo que estaba viviendo.

Yo me congelé. Recuerdo que mi mente funcionaba como un reloj, con lucidez, pero mis acciones no la acompañaban. Pensaba y no hacía. Marianne y Dominique, una amiga de ella y profesora del Liceo francés, actuaban por mí. Gracias a Dominique pasé algo menos de frío aquella noche. Aún no sé si además de incapacidad, en mí hubo algo de autocastigo por el sentimiento de culpa de no haber apoyado más a Félix.

No es lugar ni momento para relatar aquella noche. Recuerdo muchas cosas. No me gustó descubrir a una Libe inactiva. Todos esperamos ser héroes o heroínas. Yo no lo fui.

La luz del día nos reveló una pared en el suelo, una alambrada delimitando el terreno de la Embajada y un guardia armado frente a ese espacio. Hacia nuestro lado, una montaña de víveres y agua. Al otro, haitianos con vistas a nuestra “abundancia”. A la igualdad en la muerte no le siguió la igualdad de oportunidades en la vida. Siempre es así, lo sabemos. Pero hay momentos en que ciertas verdades nos abofetean en la cara y cuesta mucho hacerse los locos.

Con la luz del día empezó a llegar mucha más gente a la Embajada. El Embajador salió a hacer un reconocimiento y en su relato al regreso casi se quiebra al pensar muchas de las situaciones que tenían que afrontar sus compatriotas. Con la gente llegaban más noticias. Algunas eran de alivio, otras eran la confirmación de quiebres definitivos.

Hubo un periplo posterior. Intenté reivindicarme y ser útil en algo. Nunca he escrito sobre mis vivencias relacionadas con el terremoto y sus consecuencias personales. De momento es suficiente.



La culpa. He dicho antes que no creo que estas cosas ocurran por algo. Pero las personas necesitamos encontrar razones. Es muy difícil acepta la sinrazón, que tanto sufrimiento sea en verdad, absolutamente innecesario. Hay quienes lo consideran “pruebas de Dios” pero ¿por qué esa crueldad divina?

Combinada o no con la anterior, nos volcamos también en que salga a flote “la verdad” de lo ocurrido. Grandes desgracias suelen estar vinculadas a grandes negligencias. La destrucción en Haití no puede entenderse sin la mala calidad de las construcciones, el hacinamiento, la pobreza. En el caso del accidente ferroviario es necesario establecer qué pasó, por qué se descarriló el tren, cual(es) fue(ron) la(s) razón(es). Es absolutamente necesario, pero es insuficiente. Algo puede paliar, pero no va a librar a nadie del dolor, la rabia, la angustia... ni va a devolver la vida a quienes la perdieron.

Cada cual tiene su proceso. Pero una vez que la vivimos en carne propia, o la vemos anidar en personas queridas, es difícil desprenderse de la desgracia. Los lutos, tan necesarios, a veces se prolongan y prolongan. Las consecuencias también pueden tomar formas engañosas, no menos destructivas: algunas reacciones de negación o evasión acaban por destruir las vidas de muchos.

¿Puede una persona volver a reír si ha perdido a un hijo? ¿Tenemos derecho a ser felices entre tanto dolor? ¿Existe alguna forma de consciencia posible que no acabe en el martirio?

Volví a Chile en un vuelo de las Fuerzas Aéreas de Chile cuatro días después del terremoto. Algunos voluntarios quedaban aún en Haití porque no había podido llegar a Puerto Príncipe para ser trasladados. Yo, la “seudo capitana”, abandonaba el barco antes que ellos. No quería irme pero no me quedó mucho margen de maniobra ante la decisión del Embajador: a él le correspondía decidir quién aportaba lo suficiente para justificar que se quedara.

Una vez en Chile me incorporé al trabajo que seguía desarrollando América Solidaria para apoyar a Haití. La traición a Haití que sentía por no estar ahí sólo podía ser paliada con trabajo. Sentía culpa: culpa por lo hecho (no lograr callar mi dolor por no saber qué le había pasado a la Bicha en un contexto en que la gente lo había perdido a su familia), por lo no hecho (lograr que aceptaran a Félix o por lo menos bajarme del coche y quedarme con él), lo que no logré (quedarme en Haití, regresar con todos los voluntarios) y la peor de las culpas: haber quedado “intacta”. No haber perdido nada cuando tantos habían perdido tanto me parecía terriblemente injusto. No nos equivoquemos: estaba feliz de tener a Gilles y a la Bicha conmigo. Quejarse parecía obsceno, alegrarse aún más. Sólo quedaba el incansable hacer en el intento de ser útil.

América Solidaria activó sus redes para brindarnos apoyo psicológico. Creo haber sido la única que finalmente la aceptó y siguió tratamiento. Recuerdo un momento clave, algo que me costó mucho hacer. En esa magia que hace Isidora, hubo un momento en que yo tenía que decir algo así como “me acepto así, con esto; me acepto también aunque esto pueda cambiar”, en relación a un sentimiento particular de ese momento. Cuando trabajamos la sensación de profunda pena, me costó pronunciar la segunda parte: podía aceptarme con pena, pero vivir sin pena era una traición a Haití, a los muertos, a las personas que seguían luchando por sus vidas… Me costó, pero lo dije.

Gracias al tratamiento logré una paz que no creí fuera posible: volvía a tener derecho a vivir y disfrutarlo, a no padecer sufrimiento crónico o desfallecer en una actividad frenética. Había recuperado la salud, me había recuperado a mí misma, podía retomar mi proyecto vital. Tengo que admitir no obstante que la culpa se fue, quitándome una losa de encima; pero me dejó también más sola ante mis responsabilidades: sin una buena dosis de excusas para afrontar de nuevo mi vida con una mirada fresca.


La gracia. Hay algo que es tan cotidiano como misterioso, eso que algunos llaman “alegría de vivir”. Puede sonar cursi, o superficial, pero no lo escribo con ese espíritu. Lo que quiero señalar es algo sumamente leve y a la vez muy profundo. Un empuje vital que hace que las personas se sobrepongan a grandes y pequeños dolores, a grandes y pequeños tedios. No es un don bobalicón, sino algo como lo que en teología llaman “gracia” pues nos salva y nos inclina hacia “el bien”; o lo que en psicología llaman resiliencia.

No sé de dónde viene. La teología dirá que es un don de Dios, algo de divino en nosotros, y seguro que en psicología hay numerosos estudios que apuntan a diversos factores. Aun así, creo que seguimos sin identificar qué es lo que lo hace posible. Un sobreponerse sin olvido, sin negación, con consciencia.

En abril de 2010 regresé a Haití, de nuevo con América Solidaria. La vida me regalaba la oportunidad de retomar el hilo de mi historia con ese país que tanto quiero, lleno de personas que tanto me han enseñado. Hay cosas positivas también difíciles de aprehender con palabras. La belleza es inefable también en ocasiones. Ya lejos de Haití me sigo emocionando cuando veo algunas fotos. Hice un álbum en Facebook que titulé “país resiliente donde los haya” que “dice” algo de eso que en este momento yo no logro:


A las víctimas del accidente ferroviario de Santiago de Compostela y todas las personas que de alguna u otra manera la sufren, les deseo verdad, les deseo justicia, les deseo asistencia y apoyo. Y sobre todo les deseo “gracia”, resiliencia. Que después del luto reconozcan de nuevo el brillo de las cosas, que el dolor no les impida retomar las riendas de una vida buena. Que puedan sentir y decir sin culpa en algún momento que en la ambivalencia de la vida, la mirada se les va hacia los brotes verdes.

No es trampa. No es negar la existencia del mal, del dolor, de lo feo, de la desgracia ni dejar de actuar contra ello. Es descubrir ese otro lado, que no por más frágil es menos real.

No nos engañemos: no siempre es una opción. Hay veces que no sentimos alegría y otras… no podemos evitarla. Con la esperanza de que en Enzo, mi hijo, germine y se aloje en un rinconcito suyo la gracia, no he parado de escuchar y ponerle esta canción vasca:

Mendian gora haritza
ahuntzak haitzetan dabiltza
itsasoaren arimak dakar ur gainean bitsa.
Kantatu nahi dut bizitza
usteltzen ez bazait hitza
mundua dantzan jarriko nuke Jainkoa banintza.


Euskal Herriko tristura

soineko beltzen joskura

txori negartiz bete da eta umorez hustu da.

Emaidazue freskura

ura eskutik eskura

izarren salda urdina edanda bizi naiz gustora.


Euskal Herriko poeta 
kanposantuko tronpeta 
hil kanpaiari tiraka eta hutsari topeka. 
Argitu ezak kopeta
penak euretzat gordeta 
goizero sortuz bizitza ere hortxe zegok eta. 

Mundua ez da beti jai 
iñoiz tristea ere bai 
bainan badira mila arrazoi kantatzeko alai. 
Bestela datozen penai 
ez diet surik bota nahi 
ni hiltzen naizen gauean behintzat egizue lo lasai.




(Traducción que no le hace mucha justicia pero...)


Arriba en la montaña el roble; las cabras en las rocas. El alma del mar trae la espuma sobre el agua. Quiero cantar a la vida mientras no se me pudra la palabra. Si fuera Dios pondría el mundo a bailar.


La tristeza de Euskalerria es como costura de vestido negro que se ha llenado de pájaros llorones y vaciado de humor. Dadme la frescura, el agua de mano en mano. Yo vivo feliz bebiendo el caldo azul de las estrellas.


El poeta de Euskalerria es como trompeta de cementerio que tira de la campana del muerto y golpea el vacio. Alegra esa la frente, guarda para ti las penas y surge cada mañana, ahí mismo te espera la vida.


El mundo no es siempre fiesta, hay tanto tristeza como mil motivos para cantar. A las penas que vengan no quiero echarles fuego. La noche en la que yo muera, al menos, dormid tranquilos.

domingo, 23 de febrero de 2014

GRAVITY: la película como metáfora del proceso de superación de un trauma


Gravity es una clásica película de superación en la que el personaje principal se ve abocado a pasar una prueba tras otra, cada cual más difícil, para sobrevivir. En ese proceso el personaje va superando momentos de flaqueza dando muestras de una enorme fuerza interior y exterior. De esa manera la película representa una metáfora de la vida como proceso que implica la capacidad de sobreponerse a los obstáculos, seguir adelante y no rendirse. Gracias a su coraje, inteligencia, constancia etc. el o la protagonista suele llegar a buen puerto: el esfuerzo tiene su recompensa. 

Gravity es también una película de ciencia ficción, habla de una realidad verosímil a partir de elementos que nos ofrece la ciencia a día de hoy, y nos plantea preguntas sobre la esencia de lo que somos mediante la presentación de futuros posibles. Es así que los androides de Blade Runner nos cuestionan acerca de cuál es la verdadera esencia de lo humano, 2001 Odisea en el Espacio nos lanza preguntas acerca de hasta dónde  nos puede llevar el proceso de evolución, el duelo entre seres humanos y máquinas etc. 

Gravity conjuga el género de la ciencia ficción con los de drama y suspense propios de una historia de superación de manera muy eficaz, y entrega una experiencia visualmente increíble con un desarrollo de la historia que nos mantiene en vilo hasta el final. No es poco. Pero la película entrega algo más. La metáfora de Gravity se relaciona con un camino de superación sí, pero no de cualquier tipo: trata del proceso de superación de un trauma, de la lucha por recuperar el “cable a tierra” tras la enajenación, encierro y alejamiento de los demás. Ahí radica la originalidad de la película: no se trata de un duelo entre ciencia y ser humano, o entre técnica y ética: Gravity aborda la psicología y las relaciones humanas. Los aspectos científicos como trajes espaciales, correa de amarre, mochila propulsora y otros, se constituyen en elementos simbólicos. 

No es casualidad la polisemia del propio título. por una parte gravedad es la aceleración que experimenta un cuerpo físico en las cercanías de un objeto astronómico. Además de la lucha por volver a esos 9,8 m/s2 de la tierra y recuperar la noción del propio peso, la gravedad en este caso simboliza la atracción hacia los otros cuerpos, el retomar el contacto con los demás, con la vida. La vida, sí: el segundo significado del término es embarazo o, llamado de otro modo, "estado de gravidez". El camino que recorre la Dra. Ryan Stone implica un proceso de gestación que desemboca en una nueva vida. 

Veamos el desarrollo de estos elementos en la trama de la película. Cuando los restos de un satélite golpean al Explorer y se desencadena la lucha por sobrevivir y regresar a la tierra, la Dra. Ryan Stone (Sandra Bullock) siente que tiene pocos motivos para volver: hace un tiempo que perdió a su hija y no hay nadie que la espere allí abajo. La muerte de la hija es el elemento traumático que pesa sobre sus espaldas. Pero la Dra. Stone no está sola: Matt Kowalski (George Clooney) veterano astronauta en su última misión y único superviviente de la catástrofe junto con ella, está empeñado en que salga adelante.

Tras el accidente Ryan Stone queda a la deriva y Kowalski, quien cuenta con una mochila propulsora que le permite trasladarse en el espacio, va a buscarla y la amarra con la correa sujeta a su traje espacial. La correa de amarre es uno de los elementos técnicos que se constituye en símbolo a lo largo de toda la película: con un claro parecido visual al cordón umbilical, hace referencia tanto al aspecto de contacto y vinculación entre las personas como al canal de alimento que permite que el bebé crezca y siga adelante con su desarrollo. Es gracias a la acción de Kowalski que él y Stone podrán cumplir con el próximo paso: llegar a la Estación Espacial Internacional. De esta manera las estaciones y distintas cápsulas espaciales se constituyen en los distintos hitos en el proceso de sanación, los elementos tangibles que ayudan a dar el siguiente paso.

Una vez que llegan al siguiente objetivo, surgen nuevos problemas. La cápsula de la ISS ha desplegado accidentalmente el paracaídas, quedando inservible para regresar a la Tierra. Kowalski sugiere que la Soyuz restante se utilice para viajar a una cercana Estación Espacial China y utilizar uno de sus módulos para volver a Tierra. Lamentablemente, en las maniobras para entrar a la Estación Espacial, Stone se enreda en las cuerdas del paracaídas. Aunque es capaz de agarrar una correa en el traje de Kowalski, el amarre entre ellos pasa a ser disfuncional: Kowalski decide soltarse para no arrastrar a Stone con él hacia el vacío. Mientras flota lejos, Kowalski da por radio sus instrucciones y estimula a Stone a seguir adelante. Le dice que a partir de ahora tendrá que hacer el camino sola, cuenta con las herramientas para ello y podrá lograrlo.

Cuando Ryan Stone logra entrar a la cápsula tiene lugar una de las imágenes más gráficas relacionadas con el significado de “estado de gravidez”: la Dra se quita el traje, se dobla sobre sí misma y flota en una cápsula que la acoge como un útero. La gestación sigue su curso.

Lamentablemente las cosas se tuercen una vez más para la Dra Stone y se ve obligada a desplegar de nuevo todas sus capacidades. Llega un momento en que siente que ya nada puede hacer para enfrentar los nuevos problemas encontrados. Apaga el suministro de oxígeno de la cabina con el fin de morir refugiada en el recuerdo de su hija. A medida que empieza a perder el conocimiento tocan a la puerta y hace presencia Matt Kowalslki. Le pide que no claudique y le dice que aún existe la posibilidad de utilizar cohetes de aterrizaje la Soyuz para propulsar la cápsula hacia la estación china. Stone se da cuenta de que la reaparición de Kowalski es un sueño, pero retoma la voluntad para vivir: restaura el flujo de oxígeno y pone en marcha los nuevos planes.

El último tramo tampoco está exento de problemas. Stone logra llegar a la estación China, pero la basura espacial vuelve a aparecer y la golpea. La Dra. logra no obstante entrar en la cápsula para el retorno a Tierra. Durante el regreso la cápsula toma temperaturas muy altas hasta que caer en un lago. Stone debe evacuar inmediatamente mientras el agua se abre paso por la escotilla: la cápsula ha roto aguas.

La llegada a tierra es un parto. Del medio espacial Stone pasa al medio terrestre. La textura de imágenes y el sonido de la película cambian: de los tonos azulosos del espacio exterior se pasa al brillo de las imágenes doradas de la arena del lago. Los sonidos también llegan ya de otra manera, no con la distorsión lejana de la radio y el acompañamiento de la propia respiración. La última imagen de la película nos muestra a la Dra.Ryan Stone empeñada en dar sus primeros pasos. Está débil y vacilante, ya no flota y debe habituarse al peso de sus pies sobre la Tierra. Pero ha llegado: ha nacido de vuelta a la vida.

Matt Kowalski representa la figura de apoyo, es quien ayuda a iniciar el proceso, lo acompaña y va soltando paulatinamente las riendas hasta que llega el momento en que la persona debe continuar sola. Un apoyo que logra calar hondo, gracias al cual las herramientas racionales y emocionales entregadas siguen operando para la persona en proceso de sanación. Ese apoyo que en los momentos de recaída y desamparo, se hace eco en la voz interior e impulsa a seguir adelante.

Hay fuerzas que nos amarran a la vida aún en los momentos más difíciles. Gravity representa ese motor que nos impulsa a seguir adelante y los combustibles que lo alimentan. La fuerza de la vida.