domingo, 20 de julio de 2014

Acerca de la desgracia. Mi experiencia tras el terremoto de 2010 en Haití.

A las víctimas del accidente del Alvia y al pueblo de Haití

Esta semana se cumple un año del accidente del Alvia que cubría la ruta Madrid-Ferrol en el que murieron 79 personas y 140 quedaron heridas. Las víctimas reclaman verdad, justicia y reparación.  Piden que se forme una comisión de investigación independiente, porque sienten que ha faltado transparencia. Jesús Domínguez, portavoz de  Plataforma Víctimas Alvia 04155, señala que "es el accidente más grave de toda la democracia, con 80 muertos y más de 120 heridos y aquí no ha dimitido nadie". Aquí su  entrevista completa.

A continuación comparto un texto a partir de algunos sentimientos y reflexiones que me gatilló, hace un año, la noticia del terrible accidente.

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Finales del año 2009, Puerto Príncipe, Haití. Hablábamos de la situación de los niños y niñas haitianos en un contexto tan duro, y dije algo así como que “Haití es un país muy ambivalente, lleno de durezas pero también de cosas muy positivas, y mi mirada suele tender a centrarse en las segundas”. “Entonces haces trampa”, me contestó mi interlocutora.

Nunca se me ha olvidado esa frase. Hoy me da vueltas entrelazada a otras ideas que con desorden han comenzado a detonar en mi cabeza a propósito del accidente ferroviario de Santiago de Compostela. Y es que, aunque generalmente despliego mis defensas, esta vez algo me ha traicionado y no he logrado frenar los recuerdos “menos gratos” de otro acontecimiento que me tocó vivir en Haití: el terremoto que tuvo lugar el 10 de enero de 2010.

Estas líneas son un intento de poner orden, sacar algo en claro de los sentimientos e ideas que se me agolpan. No soy filósofa, ni psicóloga, ni teóloga y sin embargo me vienen palabras de esos dominios. Mis disculpas anticipadas a las debidas definiciones. Más allá de ellas, a ver si logro decir algo que merezca la pena. Con su permiso… con respeto: no pretendo decir a nadie cómo vivir su dolor.

La desgracia. El mismo 10 de enero de 2010, creo (a veces una reinventa lo que vivió, añade y elimina y es difícil estar segura de algunas cosas), llegaron a mi mente “Los Heraldos Negros” de Vallejo: “Hay golpes en la vida, tan fuertes… yo no sé”. Estoy segura que a partir de ese día entendí, viví, sentí el poema de una forma distinta.

Cuando empezamos a dimensionar un poco lo que estaba pasando, esos heraldos negros parecían ser la sentencia del coro griego que clama ante la tragedia desatada en toda su crudeza, poniendo palabras a tanto ensañamiento:

Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé.
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma... Yo no sé.

Son pocos; pero son...
Abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.
Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre... Pobre... ¡pobre!
Vuelve los ojos, como cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como un charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!

No creo que en la vida todo pasa por algo, que de todo puede sacarse algo bueno y por alguna lección nos viene: NO. Hay cosas que nos sobrevienen sin atraerlas, sin buscarlas, sin merecerlas; nos sobrevienen o sobrevienen a otros. La desgracia, como todo en la vida, no se reparte equitativamente.

Aquel día me encontraba en clase en el Instituto Francés de Puerto Príncipe, muy cercano al Campo de Marte, cuando a las 16.50 hora local comenzó el terremoto. Era martes, normalmente no teníamos clase pero Marianne, nuestra profesora, había cambiado la fecha para poder contar con un repaso general antes del examen que iba a tener lugar al día siguiente. Hay muchas cosas que mi mente (tramposa) ha borrado. No recuerdo ningún ruido, pero sé que fue estruendoso porque en un comienzo pensé que lo que estábamos viviendo era un bombardeo.

Todo vibraba y el polvo envolvía el aire. No recuerdo pérdida de equilibrio, pero sí ver a mi profesora zarandearse mientras corría fuera de clase hacia el pasillo. Yo me quedé bajo un dintel pegada contra la pared para no impedir el paso de la gente que quería salir. Recuerdo haber rezado y haberme repetido: “hoy no me voy a morir, hoy no me voy a morir”. Vi pasar a mucha gente, especialmente una pareja de estudiantes ayudando a un tercero con muleta a bajar las escaleras. Mi mente tramposa.

El edificio en el que estaba se sostuvo. No sufrí el más mínimo rasguño. Marianne buscó a los estudiantes de nuestra clase y nos guió hacia la parte trasera del edificio, un aparcamiento amplio al aire libre, zona segura. En caso de colapsar, el edificio del Instituto no se nos vendría encima. Las murallas de demarcación externa ya estaban todas en el suelo. Estábamos Marianne, nuestra profesora, de nacionalidad francesa; Anne (creo que así se llamaba…), estadounidense; Félix, de República Dominicana; Víctor, chileno; y yo, de doble nacionalidad española y chilena. Víctor, hermano franciscano, decidió ir a pie a su comunidad, no muy lejos de donde estábamos. El resto nos quedamos en ese lugar. Las calles estaban erizadas de escombros y no sabíamos qué podíamos encontrar de camino a nuestras respectivas casas, bastante lejos de donde nos encontrábamos.

La línea de la compañía Voilá funcionaba, no así la de Digicel. Yo tenía celular Digicel, Gilles, mi pareja, Voilá. Marianne y su marido estaban a la inversa. Gracias a Marianne pude hablar con Gilles: estaba vivo, estaba bien. Logré hablar también con Ángela, responsable en terreno del proyecto de los Centros de la Pequeña Infancia de Aquin y supe por ella que todos los voluntarios de América Solidaria estaban a salvo. No sabíamos nada de Joho, ni de Leslie, ni de muchos amigos… Pero con noticias de Gilles y los voluntarios había recuperado ya media vida. Marianne no sabía nada de su marido y sus tres hijos. “Marianne- intentaba animarla- aquí se ha caído casi todo, pero nuestra zona es mejor que esta, con mejores construcciones. Ya verás que tu familia estará bien”. Recuerdo haber pensado “las casas rotas de alrededor nos muestran lo que le ha pasado al país… pero nosotros, los privilegiados, siempre sufrimos menos… Nuestras casas no se caen”.

Alguien tenía una radio a pila y funcionaba. Empezaron a llegar las noticias. El orden exacto no lo sé, pero fue algo así: primero supimos que se había caído la casa de Gobierno (muy cerca de donde estábamos). Después la Catedral, también en el centro de la ciudad. A continuación supimos del Caribbean Marquet, el supermercado más grande de la ciudad donde iban a comprar las personas pudientes y que se salía del radio del centro de la ciudad… La tragedia se acercaba cada vez más a “la gente como nosotros”: el Hotel Christopher, sede de las Naciones Unidas, había colapsado. Con la siguiente noticia, la tragedia golpeaba a nuestras puertas: El Hotel Montana, uno de los lugares más exclusivos y considerados más seguros en la ciudad, se había venido abajo. No dejaba de ser simbólico: el poder político, el poder religioso, el internacional, los poderes fácticos… Todos por los suelos.

Mi casa, al lado del Montana, habría caído también, deduje. ¿Qué sería de mis vecinos? ¿De mi amiga Pilar? ¿Y de Bicha, mi perra? Empecé a sufrir horrores por la incertidumbre de qué sería de mi Bichita adorada, y no siempre logré mantenerlo en silencio. No podía evitarlo, aun sabiendo que había gente que había perdido a sus hijos. Seguro que hay jerarquía de dolores… pero el nuestro es el nuestro. Y cuando duele ¡duele! En todo caso, ya no estaba en condiciones de argumentar nada para tranquilizar a Marianne: su casa estaba también muy cercana a la zona del Montana y, como la mía, al borde de una ladera.

En realidad, luego lo supe, la desgracia se repartió en un primer momento en todos los estratos sociales de Puerto Príncipe. Hubo igualdad en la muerte.

Era temporada de “invierno” en Haití y a las 17.30 ya había anochecido. Nos sentamos a esperar noticias y pasar la noche. Con motivo de la última clase de francés Félix había llevado un postre que repartió entre todos. No recuerdo exactamente qué era, creo que algo a base de un cereal con una crema dulce, caliente, que nos sirvió en vasos. Félix había preparado también las cucharas. Un toque de bienestar y calidez en medio de la incertidumbre. Poco después a Félix lo hicieron bajarse del coche que nos llevaría a la Embajada de Francia. Él era dominicano. Se dieron cuenta porque era más moreno que el resto. A partir de ahí empieza el terreno del recuerdo a ponerse más pantanoso. No es que no recuerde: es que el no defender a Félix lo suficiente marcó un antes y un después en algunos resortes de la conciencia que aún se me resienten un poco.

No quiero ser ingrata. En la Embajada de Francia me trataron muy bien y gracias a ellos tuve acceso a agua y comida. También a seguridad. Pero me sentí rabiosa por lo de Félix, y aislada. Recuerdo mi rabia con Anne, que se mostraba abiertamente aliviada en los jardines de la Embajada (el acceso al edificio había sido cerrado por miedo a que sucumbiera) escribe que te escribe en su Black Berry con una sonrisa en la cara, para no olvidar detalle de lo que estaba viviendo.

Yo me congelé. Recuerdo que mi mente funcionaba como un reloj, con lucidez, pero mis acciones no la acompañaban. Pensaba y no hacía. Marianne y Dominique, una amiga de ella y profesora del Liceo francés, actuaban por mí. Gracias a Dominique pasé algo menos de frío aquella noche. Aún no sé si además de incapacidad, en mí hubo algo de autocastigo por el sentimiento de culpa de no haber apoyado más a Félix.

No es lugar ni momento para relatar aquella noche. Recuerdo muchas cosas. No me gustó descubrir a una Libe inactiva. Todos esperamos ser héroes o heroínas. Yo no lo fui.

La luz del día nos reveló una pared en el suelo, una alambrada delimitando el terreno de la Embajada y un guardia armado frente a ese espacio. Hacia nuestro lado, una montaña de víveres y agua. Al otro, haitianos con vistas a nuestra “abundancia”. A la igualdad en la muerte no le siguió la igualdad de oportunidades en la vida. Siempre es así, lo sabemos. Pero hay momentos en que ciertas verdades nos abofetean en la cara y cuesta mucho hacerse los locos.

Con la luz del día empezó a llegar mucha más gente a la Embajada. El Embajador salió a hacer un reconocimiento y en su relato al regreso casi se quiebra al pensar muchas de las situaciones que tenían que afrontar sus compatriotas. Con la gente llegaban más noticias. Algunas eran de alivio, otras eran la confirmación de quiebres definitivos.

Hubo un periplo posterior. Intenté reivindicarme y ser útil en algo. Nunca he escrito sobre mis vivencias relacionadas con el terremoto y sus consecuencias personales. De momento es suficiente.



La culpa. He dicho antes que no creo que estas cosas ocurran por algo. Pero las personas necesitamos encontrar razones. Es muy difícil acepta la sinrazón, que tanto sufrimiento sea en verdad, absolutamente innecesario. Hay quienes lo consideran “pruebas de Dios” pero ¿por qué esa crueldad divina?

Combinada o no con la anterior, nos volcamos también en que salga a flote “la verdad” de lo ocurrido. Grandes desgracias suelen estar vinculadas a grandes negligencias. La destrucción en Haití no puede entenderse sin la mala calidad de las construcciones, el hacinamiento, la pobreza. En el caso del accidente ferroviario es necesario establecer qué pasó, por qué se descarriló el tren, cual(es) fue(ron) la(s) razón(es). Es absolutamente necesario, pero es insuficiente. Algo puede paliar, pero no va a librar a nadie del dolor, la rabia, la angustia... ni va a devolver la vida a quienes la perdieron.

Cada cual tiene su proceso. Pero una vez que la vivimos en carne propia, o la vemos anidar en personas queridas, es difícil desprenderse de la desgracia. Los lutos, tan necesarios, a veces se prolongan y prolongan. Las consecuencias también pueden tomar formas engañosas, no menos destructivas: algunas reacciones de negación o evasión acaban por destruir las vidas de muchos.

¿Puede una persona volver a reír si ha perdido a un hijo? ¿Tenemos derecho a ser felices entre tanto dolor? ¿Existe alguna forma de consciencia posible que no acabe en el martirio?

Volví a Chile en un vuelo de las Fuerzas Aéreas de Chile cuatro días después del terremoto. Algunos voluntarios quedaban aún en Haití porque no había podido llegar a Puerto Príncipe para ser trasladados. Yo, la “seudo capitana”, abandonaba el barco antes que ellos. No quería irme pero no me quedó mucho margen de maniobra ante la decisión del Embajador: a él le correspondía decidir quién aportaba lo suficiente para justificar que se quedara.

Una vez en Chile me incorporé al trabajo que seguía desarrollando América Solidaria para apoyar a Haití. La traición a Haití que sentía por no estar ahí sólo podía ser paliada con trabajo. Sentía culpa: culpa por lo hecho (no lograr callar mi dolor por no saber qué le había pasado a la Bicha en un contexto en que la gente lo había perdido a su familia), por lo no hecho (lograr que aceptaran a Félix o por lo menos bajarme del coche y quedarme con él), lo que no logré (quedarme en Haití, regresar con todos los voluntarios) y la peor de las culpas: haber quedado “intacta”. No haber perdido nada cuando tantos habían perdido tanto me parecía terriblemente injusto. No nos equivoquemos: estaba feliz de tener a Gilles y a la Bicha conmigo. Quejarse parecía obsceno, alegrarse aún más. Sólo quedaba el incansable hacer en el intento de ser útil.

América Solidaria activó sus redes para brindarnos apoyo psicológico. Creo haber sido la única que finalmente la aceptó y siguió tratamiento. Recuerdo un momento clave, algo que me costó mucho hacer. En esa magia que hace Isidora, hubo un momento en que yo tenía que decir algo así como “me acepto así, con esto; me acepto también aunque esto pueda cambiar”, en relación a un sentimiento particular de ese momento. Cuando trabajamos la sensación de profunda pena, me costó pronunciar la segunda parte: podía aceptarme con pena, pero vivir sin pena era una traición a Haití, a los muertos, a las personas que seguían luchando por sus vidas… Me costó, pero lo dije.

Gracias al tratamiento logré una paz que no creí fuera posible: volvía a tener derecho a vivir y disfrutarlo, a no padecer sufrimiento crónico o desfallecer en una actividad frenética. Había recuperado la salud, me había recuperado a mí misma, podía retomar mi proyecto vital. Tengo que admitir no obstante que la culpa se fue, quitándome una losa de encima; pero me dejó también más sola ante mis responsabilidades: sin una buena dosis de excusas para afrontar de nuevo mi vida con una mirada fresca.


La gracia. Hay algo que es tan cotidiano como misterioso, eso que algunos llaman “alegría de vivir”. Puede sonar cursi, o superficial, pero no lo escribo con ese espíritu. Lo que quiero señalar es algo sumamente leve y a la vez muy profundo. Un empuje vital que hace que las personas se sobrepongan a grandes y pequeños dolores, a grandes y pequeños tedios. No es un don bobalicón, sino algo como lo que en teología llaman “gracia” pues nos salva y nos inclina hacia “el bien”; o lo que en psicología llaman resiliencia.

No sé de dónde viene. La teología dirá que es un don de Dios, algo de divino en nosotros, y seguro que en psicología hay numerosos estudios que apuntan a diversos factores. Aun así, creo que seguimos sin identificar qué es lo que lo hace posible. Un sobreponerse sin olvido, sin negación, con consciencia.

En abril de 2010 regresé a Haití, de nuevo con América Solidaria. La vida me regalaba la oportunidad de retomar el hilo de mi historia con ese país que tanto quiero, lleno de personas que tanto me han enseñado. Hay cosas positivas también difíciles de aprehender con palabras. La belleza es inefable también en ocasiones. Ya lejos de Haití me sigo emocionando cuando veo algunas fotos. Hice un álbum en Facebook que titulé “país resiliente donde los haya” que “dice” algo de eso que en este momento yo no logro:


A las víctimas del accidente ferroviario de Santiago de Compostela y todas las personas que de alguna u otra manera la sufren, les deseo verdad, les deseo justicia, les deseo asistencia y apoyo. Y sobre todo les deseo “gracia”, resiliencia. Que después del luto reconozcan de nuevo el brillo de las cosas, que el dolor no les impida retomar las riendas de una vida buena. Que puedan sentir y decir sin culpa en algún momento que en la ambivalencia de la vida, la mirada se les va hacia los brotes verdes.

No es trampa. No es negar la existencia del mal, del dolor, de lo feo, de la desgracia ni dejar de actuar contra ello. Es descubrir ese otro lado, que no por más frágil es menos real.

No nos engañemos: no siempre es una opción. Hay veces que no sentimos alegría y otras… no podemos evitarla. Con la esperanza de que en Enzo, mi hijo, germine y se aloje en un rinconcito suyo la gracia, no he parado de escuchar y ponerle esta canción vasca:

Mendian gora haritza
ahuntzak haitzetan dabiltza
itsasoaren arimak dakar ur gainean bitsa.
Kantatu nahi dut bizitza
usteltzen ez bazait hitza
mundua dantzan jarriko nuke Jainkoa banintza.


Euskal Herriko tristura

soineko beltzen joskura

txori negartiz bete da eta umorez hustu da.

Emaidazue freskura

ura eskutik eskura

izarren salda urdina edanda bizi naiz gustora.


Euskal Herriko poeta 
kanposantuko tronpeta 
hil kanpaiari tiraka eta hutsari topeka. 
Argitu ezak kopeta
penak euretzat gordeta 
goizero sortuz bizitza ere hortxe zegok eta. 

Mundua ez da beti jai 
iñoiz tristea ere bai 
bainan badira mila arrazoi kantatzeko alai. 
Bestela datozen penai 
ez diet surik bota nahi 
ni hiltzen naizen gauean behintzat egizue lo lasai.




(Traducción que no le hace mucha justicia pero...)


Arriba en la montaña el roble; las cabras en las rocas. El alma del mar trae la espuma sobre el agua. Quiero cantar a la vida mientras no se me pudra la palabra. Si fuera Dios pondría el mundo a bailar.


La tristeza de Euskalerria es como costura de vestido negro que se ha llenado de pájaros llorones y vaciado de humor. Dadme la frescura, el agua de mano en mano. Yo vivo feliz bebiendo el caldo azul de las estrellas.


El poeta de Euskalerria es como trompeta de cementerio que tira de la campana del muerto y golpea el vacio. Alegra esa la frente, guarda para ti las penas y surge cada mañana, ahí mismo te espera la vida.


El mundo no es siempre fiesta, hay tanto tristeza como mil motivos para cantar. A las penas que vengan no quiero echarles fuego. La noche en la que yo muera, al menos, dormid tranquilos.

5 comentarios:

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  2. El tema de la desgracia es tal vez el que constituye la piedra de toque de la fe en la creencia de un Dios bueno y omnipotente. Dostoyewski , Camus y tantos y tantas que se han estrellado contra su sinsentido...sí algo me gusta de tu reflexión es que no sólo es valiente y honesta sino además, profundamente esperanzada. Señalas bien la única manera de que el terrible dolor que produce toda desgracia, no se vuelva amargura crónica, una de las más terribles consecuencias de esos "heraldos negros" que suelen caer sobre el pobre ser humano inesperados y demoledores.

    La desgracia siempre es distinta pero a la vez, toda que merezca el nombre, tiene un denominador común: a partir de ellas, la "vida buena" parece convertirse en una especie de malentendido. Lo han descrito bien muchos de los que han sobrevivido a ellas. Hay quién jamás puede sobreponerse y hay quien, como tú bellamente expresas, se deja ganar por la gracia y puede volver a apostar por la belleza y sentido de la vida. Lo que moviliza una u otra opción es un misterio que se fragua más allá de la conciencia, de la voluntad de las consideraciones racionales. Siempre es un bendito milagro que el que la ha sufrido sea capaz de volver a captar la frescura del agua y " el caldo azul de las estrellas" !!

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  3. Muchísimas gracias por tu comentario, es en sí mismo una síntesis de lo que quería decir. Tu referencia a Dostoyewski me ha hecho relacionar algunas cosas. Acabo de terminar de leer Crimen y Castigo y en efecto, Rodion Romanovich pareciera ser un personaje "sin gracia", con una visión del mundo que no le produce satisfacción alguna y tiene como consecuencia la ejecución de un asesinato carente de todo sentido (supongo que por eso se trabaja tanto el concepto de "crimen"). A medida que avanzaba el libro me preguntaba cuál sería la visión de Dostoyewsky, porque parecía que la "salvación" de Rodia era la expiación, pero tampoco eso basta. Finalmente, lo único que salva al personaje es el amor, pero no el amor que le viene de fuera: es la vivencia, la sensación de amor interna en él. No se trata de que nos quieran, es necesario tener la capacidad de amar para poder "salvarse".

    Hay no obstante, un tema que creo es más espinoso aún si se trata de la fe en un Dios bueno y omnipotente: el tema del mal. La desgracia pareciera tener algo de fortuito, pero la maldad produce daño con intención y ensañamiento. Mucho más complicado. Ayer veía en las noticias lo que Boko Haram había hecho en algunas aldeas... Sobrevivir a eso y recuperar la fe en la condición humana no debe de ser nada fácil... Y sin embargo hay quienes lo logran.

    ¡Un abrazo!


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  4. Libe, que magnifica pieza de reflexiones bien hiladas sobre preguntas que algunos nos hacemos casi cada día, sin saber exponerlas tan bellamente como tu.
    La “des-gracia”, la “des-dicha”, la primera de ellas sin explicación, sin causa volitiva alguna, sucediendo porque, simplemente, sucede, porque una maldita placa geológica se mueve, porque una mariposa mueve sus alas en Pekín; la segunda como consecuencia de la primera, el infortunio de la devastación arrastrado, cargado por el hombre y su tragedia.
    Pero a todo esto el ser humano no interviene, ni en la desgracia ni en su desdicha, es un simple testigo de ambas.
    El problema – dama, lo sabes – es cuando aparece el mal. Si, ahí, dónde los dioses huyen, ahí cuando entre tu pecho y un niño agonizante hay un culpable. Es entonces cuando aparece un odio irrefrenable hacia el hombre. Solo podemos luchar contra ese odio cambiándole el nombre: prueba, designio, destino…. Todo ello poética con la que intentamos escabullir una verdad: odiamos.
    El odio, igual que el amor, nos empuja hacia adelante, nos hace parecer valerosos, resistentes; la resiliencia que mencionas es el término de la psicología moderna con el que los ya antiguos – que no viejos – como yo se referían al valor, a la fuerza de voluntad y a la resistencia ante las calamidades.
    El único enemigo eficaz del odio – otra vez, igual que del amor – es el tiempo. Solo el tiempo calma a cualquiera de los dos y deja a la vista esa resiliencia que mencionas, esa grandeza de algunas personas, como la de algunos pueblos, a sobreponerse ante la calamidad.
    Para algunos – y pienso en mi – solo cabe hablar de resiliencia ante la desgracia de las catástrofes. Ante el mal, ante los asesinos, ante los malvados, no cabe ninguna resiliencia: es resignación o es acción, la primera llevada de la impotencia, la segunda alimentada con el valor.
    Disculpa Libe, lo enredado de mi redacción, una enfermedad se está llevando poco a poco mi coherencia. Sigue ofreciéndonos textos como ese. Un beso

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    1. Un lujo de comentario, Sohafi. Me dejas tanto que pensar acerca del valor, de la voluntad... y del odio.

      Estoy totalmente de acuerdo: el tema más espinoso y doloroso es el del mal. Y cuando aparece el mal, cuando hay intención de daño, no hay resignación que valga: no hay paz (ni interior ni social) sin justicia. Resignarse es claudicar, y se claudica porque no se ve reparación en el horizonte.

      Por eso creo que al mal también se le opone la resiliencia: el no quebrarse, el no sucumbir, el mantener cierta fe en que luchar merece la pena... Y si nos sirve odiar, odiemos al mal, pero ojalá no odiemos "al hombre".

      Un abrazo muy GRANDE!!!

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