Las historias que nos cuentan nos
construyen tanto como nos ayuda a crecer la leche que mamamos. Nos alimentamos junto
con cantos: sonidos que inauguran narraciones sobre cómo vivir la vida. Así
empieza todo y así continúa: con las historias que nos mecen, nos zarandean, nos
acompañan.
La transmisión oral es la primera
y principal vía educativa, incluso en tiempos de pantallas. Yo crecí al alero
del patito feo y la empatía que me generaba, la sabiduría de ese Jesús niño que
discutía con adultos en el templo, la decisión del abuelo de mi madre de
despojarse de maletas para que en su coche cupieran más personas (adversarias
políticas) en la huida de las tropas que llegaban arrasando. Mi madre, abuelas
y padre supieron combinar cuentos e historias familiares y adecuarlas a mi
edad, y es así como fui aprendiendo que las niñas teníamos el derecho y el
deber de opinar, de tomar partido, de actuar con empatía y responsabilidad. Mucho,
mucho más que el prototípico mensaje de “se una niña buena”.
El patito feo y otros llegaban en
casetes que grababa mi abuela Elena en Chile. En aquellos tiempos en que hablar
por teléfono era más caro que cenar en el Arzak, la manera de tener
conversaciones en la distancia eran las cartas y las casetes. La llegada de un
casete de Chile era todo un acontecimiento: nos sentábamos a escucharlas en
familia y grabábamos también casetes contándoles de nuestra vida. Las cartas
también se leían en voz alta. Y así fuimos tejiendo conversaciones a miles de
kilómetros.
La cocina ha sido siempre un
lugar privilegiado para la trasmisión de historias. Los larguísimos desayunos
de fin de semana, la preparación de la comida, los momentos de recogida y
limpieza, han estado acompañados siempre de canciones. La línea materna en mi
familia tiene algo de juglar. Los romances clásicos se mezclaban con romances
de sucesos de posguerra: Juanito al que pilló el tren y la historia de Gabriel
y Galán; José Miguel Carrera y el pobre hombre que suspira en la cárcel, los
amantes a los que quieren separar y la chica a la que sedujo el río… Y la
posibilidad de cambiar las canciones, dar el final que una quisiera, improvisar
según el tema del día… Así supe que a mi bisabuela Otilia hacía llegar mensajes
a las vecinas cotillas que ponían en duda su “vasquitud”, improvisando letras
mientras lavaba ropa en el río:
A mí me llaman la cuca
Porque he nacido en Otañes
Hais de saber que no soy
Fuentes, Llorente, González
Salir a pasear por la ciudad con
mi padre también daba pie a muchas historias. Si íbamos al centro de Donosti,
casi siempre acabábamos mirando hacia el interior de sus portales favoritos.
Nos contaba de los distintos estilos arquitectónicos y lo que buscaba
transmitir, la armonía de las formas, las figuras… y yo casi siempre acababa preguntándome cómo
sería la vida de las personas que ahí habitaban. Cuando íbamos a algún museo mi
padre nos hacía apreciar la belleza y estilo de los trazos mientras mi madre
nos contaba la historia detrás de cada pasaje mitológico o bíblico retratado. Pero
esta formación cultural distaba mucho de ser estándar: no faltaban discusiones
sobre qué y por qué era bonito, si nos gustaba o no, o qué opinábamos sobre la
actuación de tal o cual personaje del cuadro, escultura o lo que fuera. Recuerdo
que la historia de Dafne teniendo que convertirse en laurel para que la dejaran
en paz, desde niña me generó mucha incomodidad. Hermosa o no, la escultura de
Bernini me parecía violenta.
Con la lectura y las películas mi
mundo se convirtió en universo en expansión. Al principio me gustaba las historias
“con moraleja”: esas con héroes y heroínas de perfil nítido donde el mensaje
final quedaba claro. En mi adolescencia jugaba un poco a eso y me metía en
algunos líos. Era capaz de enfrentarme a docentes, a compañeras y compañeros y
lo que hiciera falta por plantear una idea de justicia de la que casi siempre
me sentía muy segura. Era suficientemente valiente, y muy soberbia.
A la hora de escoger qué
estudiar, también me ayudó a clarificarme una historia. Al principio me fui por
la rama de las ciencias puras, pero el movimiento pendular vino a mi rescate:
estando Galileo en misa, llamó su atención el movimiento que hacía el
incensario. Intrigado por descifrar su lógica, Galileo empezó a hacer
mediciones con lo único que tenía a mano en ese momento: su propio pulso. Así
que ahí estaba Galileo, en plena misa, midiendo con su pulso los tiempos de
oscilación del incensario. Y ahí estaba yo, fascinada con Galileo y su actitud,
y tan pendiente del movimiento pendular en sí como Galileo de la misa. Quería
estudiar biología, la ciencia de la vida, pero me di cuenta que yo a la vida la
abordo desde las relaciones afectivas, educativas, sociales. Poca medición iba
a hacer yo, fascinada observando a Galileo. Y de las ciencias puras, me pasé a
las sociales.
Con los años he generado especial
gusto por las historias de final abierto y sin “moralina”. No tengo ganas de
que me digan qué tengo que pensar y los personajes “de una pieza” me generan
cierta suspicacia. Supongo que ahora distingo más matices y soy mucho más
consciente de las fracturas, y de que a veces es por las grietas por donde
asoma la luz.
Sigo aprendiendo mediante
historias, y cada vez las uso más para transmitir mensajes. Aunque de tanto
leer y escuchar, he ido aprendiendo a identificar las estructuras,
manipulaciones, incongruencias… y a mayor conocimiento no es siempre mayor el
placer.
En el cine, los libros, a la
vida: ficción o realidad, las historias que nos llegan son siempre “verdaderas”.
Yo me construyo con ellas, cada día.
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